(By Carlos)
Llegamos a Picton, el principal puerto de entrada de la Isla Sur de New Zealand, con la intención de alquilar un coche durante unos 8-10 días con el que recorrer la misma durante una semana, pero aceptamos la oferta de devolverlo en Auckland a un coste mínimo, haciéndonos cargo únicamente del precio del transporte por ferry del vehículo. A cambio, disponíamos del vehículo hasta nuestro último día en el país y podíamos devolverlo en el mismo aeropuerto del norte desde donde debíamos tomar nuestro siguiente vuelo, así que la oferta nos vino que ni pintada. En Nueva Zelanda y Australia son habituales estas relocations, mediante las cuales sale mucho más económico el alquiler de un vehículo, o incluso gratuito, si lo llevas de un punto a otro del país. Existen webs que facilitan este tipo de acuerdos y en ocasiones también uno tiene la suerte de encontrarse la oferta a medida en la misma oficina de alquiler a cargo de una bonachona inglesa residente en las Antípodas :)
Por carretera nos dirigimos a la costa oeste, a Westport. Pablo disfrutó de lo lindo de las curvas del camino, tanto que nos desviamos donde no debíamos, alargando la llegada en unas dos horas. Westport paracía un pueblo fantasma entonces, por suerte nuestro hostel resultó un oasis acogedor habitado por backpackers, donde encontramos un buen ambiente. Parecía que el hostel era el único lugar con vida en la zona y por suerte tenían sitio para nosotros. Tras unas horas casi sin cruzarnos sin otros seres vivos, se agradecía un poco de compañía.
El día siguiente empezamos realmente a disfrutar de la libertad que nos daba el disponer de vehículo propio. El sol relucía y gozábamos de una fresca temperatura de inicios de invierno, perfecta para recorrer la carretera de la costa hasta la localidad de Franz Josef, donde se encuentran los glaciares más conocidos de Nueva Zelanda. Así que cargamos el coche con nuestra primera compra de muchas que vendrían (pasta, arroz, leche, cereales, agua, fruta y la botellita de vino local un escalón por encima de la más barata XD) e iniciamos ruta hasta una zona cercana en la que pudimos observar una colonia de focas y gozar de un bonito paseo hasta un faro.
Nuestro siguiente destino eran las famosas ‘Pancake Rocks’, unas rocas que han adquirido unas curiosas formas parecidas a los pancakes (panqueques o tortitas) debido a la erosión constante de las olas sobre ellas a lo largo de millones de años. Todo este trayecto lo realizamos por la Great Coast Road, que recientemente fue votada por los lectores de la guía de viajes Lonely Planet como una de las 10 mejores carreteras de costa del mundo. Esté entre las 10, 20 ó 30 mejores, lo cierto es que recorrerla es todo un placer y si el tiempo acompaña, tal como sucedió en nuestro caso, el disfrute es completo. Constantemente nos encontramos con paisajes para detenernos y tomar alguna fotografía.
Con estas buenas sensaciones seguimos nuestro camino hasta alcanzar, a eso de las 6 de la tarde y cuando ya empieza a anochecer en esta parte del mundo, Franz Josef Town. Este pueblo se ha convertido en un destino habitual para muchos excursionistas y cuenta con una amplia oferta de hostels con todas las comodidades necesarias y a precios asequibles, además muchos ofrecen algunos extras gratuitos que se agradecen, como sopa caliente gratis o un jacuzzi comunitario. Nos quedamos en Chateu Franz, que a los extras mencionados sumaba el de red wifi gratuita (poco habitual en Nueva Zelanda) y el de una jarra llena de palomitas en todo momento (este último detalle no influyó realmente en nuestra elección :P).
Franz Josef ofrece la oportunidad de realizar diversas actividades por la zona, en su mayoría para visitar el glaciar de mismo nombre. Lamentablemente, la gran masa de hielo ha ido retrocediendo en los últimos años, por lo que ya no resulta seguro caminar desde su parte baja y para acceder a una zona más avanzada se requiere volar en helicóptero, nada barato. Puestos a dejarnos una pasta, decidimos hacerlo en volar algo más alto y saltar en paracaídas.
Habíamos pensado llevar a cabo la experiencia de casi volar en Queenstown, no en Franz Josef, pero el excelente día con el que amanecimos iluminó nuestros rostros y la mente de Pablo, que decidió que una mañana como aquella no sería fácil de repetir en el otoño neozelandés. Así nos lo confirmaron después los instructores de vuelo, cuando nos aseguraron que solo tenían cielos tan despejados en esa zona unos 30 días al año.
La experiencia de saltar en paracaídas fue inmejorable. Para Pablo fue su segunda vez, 15 años después, para mí fue la primera y hacerlo en un día como aquel, en la otra punta del mundo y sobre un glaciar… La espera había merecido la pena. Era algo que siempre había querido hacer y que sabía que acabaría viviendo, pero nunca había imaginado un guión como aquel.
En cuanto a lo que sentí, lo resumiré en un cosquilleo constante desde que firmas el papel con el que tomas la decisión y en una excitación que no deja de crecer en cuanto te pones el mono y el casco y gafas correspondientes y que se acelera al subir a la avioneta, aún más al despegar e ir ascendiendo.
El miedo empieza a hacer acto de presencia al empezar a contemplar la altura a la que te encuentras y llega al summum en el momento en el que se abre la compuerta y el instructor que va enganchado a tu espalda te indica que debes dirigirte hacia fuera y situarte con las piernas colgando en el vacío, con esa persona tras de ti como único punto que te sostiene ante el abismo. Ahí viene lo mejor, la caída libre, toda una inyección de adrenalina que culmina con la apertura del paracaídas. A partir de ese momento desaparecen los nervios y la tensión y llegas a disfrutar relajadamente del paisaje, de todo lo que ves bajo tus pies y de la agradable sensación de planear, todo ello acompañado aún de la adrenalina que no ha abandonado tu cuerpo.
El aterrizaje fue muy rápido y divertido, sin complicaciones. Ya estaba hecho. Espero repetir algún día aunque mucho me temo que en este caso sí es cierto aquello de nunca es tan bueno como la primera vez. Y es que el listón lo pusimos muy alto, nunca mejor dicho.
Con la satisfacción de haber cumplido una de nuestras fantasías para este viaje nos dirigimos hacia el glaciar Fox, cercano al de Franz Josef, pero más fácil de contemplar a pie. De camino al mismo recogimos a dos simpáticas chicas chinas que hacían autostop (hitchhiking en inglés) para llegar hasta Fox Glazier Town. Una de ellas había trabajado como guía en el glaciar y se ofreció a acompañarnos en nuestra visita. Tras dos meses sin pasar por allá, se quedó sorprendida por cómo el glaciar seguía retrocediendo.
Una pena, ya que aunque no nos pareció tan espectacular como el Perito Moreno argentino, el glaciar Fox supone un bello espectáculo, alrededor del cual (así como del de Franz Josef) se ha generado una pequeña industria turística responsable con el medio ambiente, pero que poco puede hacer en este caso para evitar la aparentemente lenta desaparición de ambos.
Nuestra siguiente parada fue una de las mecas del deporte de aventura: Queenstown. Dicen que el origen del nombre viene dado por un buscador de oro que al ver la belleza del lugar dijo que era digno de la reina Victoria y llegando a esta localidad de algo menos de 20.000 habitantes pudimos comprobar que sigue siendo así.
En este viaje nos acompañaron dos simpáticos adolescentes franceses con los que coindimos en el hostel de Franz Josef y que amablemente nos preguntaron si podríamos llevarles hasta nuestro destino, que también era el suyo. Resultaron una compañía más que agradable y hablando con ellos nos dimos cuenta de lo aconsejable que resulta para cualquier persona el poder viajar cuanto antes, cuando uno tiene los sentidos bien abiertos y aún acepta su ignorancia sobre casi todo.

Los amigos franceses y Pablo decidieron hacer algo de ejercicio
Apenas estuvimos un par de días y tres noches en Queenstown, suficiente para comprobar que se trata de un destino excelente para cualquier amante de la naturaleza y de los deportes de aventura. Eso sí, siempre que se cuente con un buen presupuesto, que los destinos populares de vacaciones en Oceanía no son baratos y éste es uno de los más conocidos.

Nuestro hostel en Queenstown
En nuestro caso, pudimos disfrutar de un acogedor ambiente viajero en uno de los muchos hostels de la zona, recorrer impresionantes desfiladeros entre montañas que esperaban la nieve del invierno que se acercaba y sentir aumentar nuestra adrenalina a bordo de un speedboat (lancha rápida) que volaba entre rocas y a tan solo unos centímetros del suelo.
Tras comprobar que el bungee jumping (puenting) más alto de Queenstown (134 metros) ofrecía un salto inferior en 9 metros al que realizamos en Costa Rica y que su coste ascendía hasta los 250-300$, limitamos nuestras actividades al «paseo» en speedboat (lancha rápida) y a la visita obligada al Parque Nacional de Milford Sound.

Pasamos a toda velocidad sobre este río en el que cabalgaron las olas en la película ‘El Señor de los Anillos’
Milford Sound se encuentra al suroeste de la isla, en Fiorland, un parque natural de fiordos, de muy difícil acceso, rodeado de grandes montañas. Existe una única vía de entrada por carretera en lo que supone un viaje de unas 5 horas desde Queenstown. Los fiordos de Milford se contemplan mejor seguramente en un día soleado, que permita el reflejo en el lago. En cualquier caso, ver todo ese paisaje, con cascadas a uno y a otro lado cayendo sobre el mar, también impacta bajo un cielo encapotado.
La mejor manera de disfrutar Milford Sound es recorriendo a pie sus senderos, pasando varias noches acampado en sus entrañas. Si no se dispone de varios días o de las ganas para llevar a cabo este tipo de visita, el recorrido de un solo día, el que realizamos nosotros, resulta igualmente recomendable. El paisaje, tanto a través de la ventana del autocar como a pie en alguna de las paradas programadas o desde el barco que realiza un pequeño recorrido por sus aguas, impacta por su belleza. Bosques frondosos, ríos cristalinos, montañas imponentes, cascadas de vértigo… Todo eso y más se concentra en un parque natural en perfecto estado de conservación.
Nosotros no contamos con el mejor clima para visitar el parque, con un día gris y lluvioso, pero incluso así nos quedamos maravillados con la belleza del mismo. A nuestra grata experiencia contribuyó, todo hay que decirlo, la excelente labor de nuestro apasionado conductor-guía, enamorado de su país y de su naturaleza, sobre los que nos instruyó incansable durante horas.
Desde Queenstown nos dirigimos Christchurch, donde pasaríamos nuestra última noche en la Isla Sur de New Zealand. Antes, tuvimos la suerte de comprobar cómo el cielo que amaneció con una lluvia torrencial se despejaba y nos iluminaba con un azul radiante. De esta forma pudimos gozar de varios lugares de esos que en Nueva Zelanda uno va encontrando a su paso, algunos tan espectaculares como el lago Tekapo o el monte Cook.

Tekapo Lake, ante la mirada del monumento al perro ovejero, el ‘collie’: una estatua de bronce financiada por los habitantes de la región en agradecimiento a una raza canina «sin cuya ayuda hubiera sido imposible realizar el pastoreo en el terreno montañoso».
De Christchurch, la principal ciudad de la Isla Sur, con una población de casi 400.000 habitantes y de construcciones renovadas tras los terremotos que la asolaron en 2010 y 2011, no podemos opinar, ya que llegamos de noche y nos fuimos por la mañana. Nos queda, eso sí, el divertido recuerdo de haber dormido en una antigua prisión, reconvertida en hostel de backpackers, pero conservando gran parte de su estructura carcelaria, con puertas correderas y pasillos estrechos.
Desechamos la idea de visitar la ciudad para asegurarnos cruzar a la Isla Norte en el último ferry del día. Un exceso de confianza y la distracción que suponía una vez más el querer detenerse en cualquier punto para tomar fotografías de cuanto nos rodeaba, cerca estuvieron de provocar que perdiéramos el barco, pero finalmente lo conseguimos.